María Mrntrd
La necesidad de creación avanza poco a poco; como a tientas por la oscuridad. No se pretende controlar, ni coartar, ni moldear, ni cambiar en ninguno de sus aspectos caprichosos, salvajes o aleatorios. Una vez se está en él, existe un estado de tranquilidad perpetua, por el simple hecho de encontrarse “en busca de algo” que no se sabe con certeza que llegará. El proceso creativo es, entonces, deleite en estado puro en el que el artista se halla: el momento en el que se encuentra el mayor estado de pertenencia. En este momento, surge el deseo. En el deseo se generan objetos creados siempre, de una u otra manera, con las manos. El tacto juega aquí un papel fundamental, pues el artista crea a partir de las sensaciones que el cuerpo genera, produce y gestiona. Una vez conseguido el objeto, la creación concreta (el objeto de arte, si se prefiere), todo lo que viene después o detrás, queda fuera de lugar: nimio, sin importancia, sin deleite o sin placer. Cuando se presenta la cosa hecha, se siente que la creación se acaba, y que todo lo demás es ajeno al artista o al creador. No se siente tristeza por ello; simplemente es tarea de otros. El deseo que se produce al mirar el objeto resultante es diferente del que se genera en el momento de la creación, movido por la necesidad de hacer. Ambos deseos no tienen porqué estar marcados por el mismo patrón, ni producirse necesariamente en el mismo individuo. El artista desea crear, pero no tiene porqué sentir deseo de ver o de recibir la imagen del objeto resultante. Se asumen los sentimientos encontrados a la hora de crear o de experimentar el fenómeno y el acto creativo. El arte por el arte, la belleza sin más, el deleite egoísta, la utilidad o inutilidad del arte o la función tanto colectiva como individual.
Crear es vivir dos veces. Crear no es nada y lo es todo. Crear es un acto inevitable, continuo.